
Quizás delimitar frases con puntos suspensivos fuera una mala idea, quizás solo debía haber usado comas y puntos finales. Pero es que cada vez que empezaba una frase suya, su propia creación, no era capaz de acabar con ella...Fátima se levantó a las seis y media aquella mañana de noviembre. Se alegraba de que Miriam no hubiera pasado la noche en el piso. La soledad le venía bien, sin voces chillonas, sin chicas conocidas, únicamente dejando letras a su paso en el mundo que la había ahogado de papeles.
Se dio una ducha y se vistió como cada mañana. Sabía que iba a desayunar en Starbucks, así que quiso darle un toque bohemio a su vestimenta. Se llevó los vaqueros apretados de siempre y una blusa de tachuelas, demasiado escotada para las mañanas parisinas. Se secó el pelo y lo peinó hacia atrás, cascada salvaje y espesa como el petróleo; luego se echó encima la cazadora blanca de piel y disipó sus madrugones con una nubecilla perfumada de colonia. Dicen que la causa puede ser mejor que el efecto. Fátima se arreglaba para pasear por París, no para que la gente se fijara en ella. Con la probable excepción del camarero de Starbucks.
Recordando a Jorge se colgó unos pendientes largos, moriscos en los lóbulos, y se pintó los labios de rojo oscuro, contrastando con el ambiente gris y pesado, de leche agria, que inundaba las calles.Y por último, una vez echado el bolso al hombro, se colocó cuidadosamente sobre los cabellos una gorra de lana típicamente francesa, torciéndola hacia un lado para que quedaran al descubierto los pendientes.
Salió a la rue. Olía a pan recién hecho desde el horno de Jean Pierre, olía a humedad, a césped y a hojas caídas bajo la lluvia. Se anudó con ligereza en el escote un pañuelo de color malva para evitar las anginas que ya se veían anunciando desde hacía días.
Entró en Starbucks. Acababan de abrir y aún no se había calentado la estancia lo suficiente; sin embargo, aparecían los primeros clientes con sus periódicos y sus prisas matutinas, una rutina impregnada por siempre en el destino de las grandes ciudades. La mesa de la ventana estaba vacía. Como cada mañana, dejó la chaqueta en el respaldo de la silla y se sentó a escribir, esperando que él llegara a preguntarle qué deseaba.
Jan se había dado cuenta de su presencia desde que la chica había abierto la puerta. Su cabello largo, sedoso y negro como un velo de luto, y esos labios tan contrastados con el resto del amargo noviembre le hacían aguardar su llegada desde que la encargada abría la cafetería y le dejaba coger un croissant con mermelada. Quizás el pelo de esa joven también oliera a croissant con mermelada, quizás a frappuccino de chocolate, quizás a vino con canela... Inspiró con glotonería el aire dulzón del café imaginando que se trataba de su piel. Algún día tendría el valor suficiente para dedicarle algo más que la sonrisa de todos los días y las palabras que sabía de antemano antes de pronunciarlas.
-Hola, Amélie, ¿un cappuccino con stracciatella y el Daily News? -a ella le hacía gracia su tono cálido y agradable, los motes que le habían puesto en Starbucks y el hecho de ser ya un símbolo indispensable en las mañanas laborables de aquel bar. "Amélie, Sherezhade". ¡Si él supiera que sus labios del color de la granada estaban dedicados a esa sonrisa! ¡Si supiera que aquella camiseta escotada que inevitablemente no dejaba de mirar se la había puesto únicamente para atraer sus pupilas!
Un café Starbucks en un barrio de París puede ser el centro perfecto para el inicio de un romance. Pero tanto él como ella ignoraban completamente la vida del otro.
-Sí, gracias, Kurt Cobain... -aquellos apodos eran la viva estampa de su alegría de vivir. Él titubeó. Igual ya era hora de presentarse, antes de que los abuelos del café se olieran algo en sus miradas. Hizo ademán de marcharse. Sin embargo, a mitad de camino se dio la vuelta, sorpendiéndola a ella mientras sus ojos de gata se clavaban en su figura. Sonrió de nuevo.
-Por cierto, me llamo Jan..., Jan Van Deer, Sherezhade.
